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Genética del Autismo (2). Neurodiversidad y selección cultural

Biología & Genética

La neurodiversidad hace alusión a la variación, dentro de una población, del genotipo y fenotipo del cerebro y conducta respecto a la sociabilidad, el desarrollo, el estado de ánimo y los dominios cognitivos de una especie. En resumidas cuentas, hace alusión a lo que no entra dentro de lo neurotípico o normativo, como puede pasar con los Trastornos del Espectro Autista o TEA. No son necesariamente déficits sino que caen dentro de las variaciones conductuales normales que presentan, en este caso, los seres humanos. Dicho de manera más formal, esta noción fue descrita como un concepto en el que las diferencias neurológicas deben ser reconocidas y respetadas como cualquier otra variación humana. El término fue acuñado por primera vez a finales de la década de 1990 por el periodista neoyorquino Harvey Blume y la activista australiana Judy Singer, convirtiéndose en un componente importante del movimiento de derechos civiles para las personas con diversidad funcional.

El espectro autista, de alguna forma, tiene una larga historia evolutiva y no es, como se suele suponer, un fenómeno reciente ni dependiente del empleo de vacunas y tonterías sin fundamento similares. También es incurable, porque partimos de que ni siquiera es una enfermedad y para algunos, como servidor, tampoco es un conjunto de trastornos al uso, ya que los genes que codifican el autismo tienen una larga ascendencia que data de antes de la aparición de la línea evolutiva de los homininos (australopitecos y humanos). Se ha argumentado incluso que los genes asociados al espectro aparecen ya en algunos primates no humanos, pues también están implicados en la expansión del cerebro humano y de otros simios.

El autismo es, por tanto, parte del genoma compartido de todos los primates, pudiendo observar rasgos autistas, fenotípicos, aparentes en los chimpancés y genes vinculados al autismo en otros monos y simios, incluidos los macacos. Estos genes desempeñan un papel capital en la adaptabilidad evolutiva del genoma simio y humano en diferentes contextos, creando la predisposición a una variabilidad de conducta y personalidad (llamadlo matices, colores, lo que queráis) que nos ha permitido llegar hasta aquí. Asimismo, la genética del autismo es compleja, con más de mil genes implicados (que conozcamos) en la actualidad, y necesitamos mucha más investigación en lo relativo al tema para poder ser concluyentes. Aún así, la evidencia reciente nos muestra, como era de esperar dicho lo anterior y siendo el motivo de esta reflexión, que las personas con autismo también estaban presentes en el Paleolítico Superior Europeo y algunas de sus cualidades o algunos rasgos más prototípicos, también.

No en vano, en términos generales, la genética respalda el argumento de que el autismo menos limitante, o de alto funcionamiento, se convirtió en una estrategia adaptativa significativa que se seleccionó recientemente, hace entre 345 kya y 200 kya, y posteriormente se mantuvo en poblaciones humanas con una prevalencia entre el 1 y el 4%, haciéndose más presente conforme se aleja de los trópicos y se acerca a latitudes más templadas y frías. Como señala Bednarik, dos genes (AUTs2 y CADPs2) implicados en el autismo, se encuentran en los humanos modernos pero no en los neandertales. El ADN que flanquea el 15q13.3 también está asociado al espectro autista y existe sólo en humanos modernos y no en neandertales. Además, las variaciones en el número de copias (CNV), que aparecen únicamente en el 16p11.2 de los sapiens, están asociadas al autismo y probablemente sea exclusivo de los humanos modernos, surgiendo además hace unos 183,000 años. Con todo, la selección cultural ha dado forma a la evolución de los rasgos autistas y el autismo, a su vez, ha moldeado a la cultura humana. Comprender la integración de las personas con autismo en la sociedad exige un enfoque neuroantropológico, yendo más allá de una comprensión neurológica y clínica del autismo hacia conductas en un contexto social y cultural más amplio.

El concepto clave a mi parecer, para entender la inclusión de las personas con autismo, es el de selección positiva. El autismo de alto funcionamiento o con menos limitaciones está codificado por variantes comunes denominadas polimorfismos de nucleótido único y ha mostrado estar bajo selección positiva en ciertos contextos no siendo necesariamente incapacitante sino, más bien, lo contrario. No en vano, el espectro autista, generalmente considerado como una miríada de trastornos (de ahí el término TEA) que lindan con la discapacidad y la dependencia para la mayoría de una población desinteresada y/o inexperta, se ha asociado tradicionalmente a una variedad de habilidades potenciales compensatorias (y al generalizar, erramos otra vez) que pueden haber sido selectivamente ventajosas en ciertos contextos, pues nuestro pasado evolutivo implica la necesidad de especializaciones emergentes para garantizar nuestra adaptabilidad como especie, clave para la evolución cultural.

Aún así, la condición se ha descrito en términos de un equilibrio hacia las habilidades conocidas como física popular, en alusión a la comprensión de las leyes físicas con las que funciona nuestro mundo, a expensas de la psicología popular, que hace referencia principalmente a la Teoría de la Mente y todo lo que aluda a nuestro cerebro social, sabiendo que las habilidades especialistas en aquellas personas dentro del espectro autista se extienden más allá de las habilidades técnicas o ámbitos como la ingeniería, las matemáticas o la computación e incluyen habilidades sensoriales intensas, tales como olfativa, la visión, y las sensibilidades hacia el tono musical, no siendo raro encontrar en ellas el oído absoluto. Elementos importantes para la transmisión cultural, la evolución de nichos acumulativos y la formación de complejos tecnológicos. Además, al igual que otras habilidades mejoradas, más del 60% de las personas con autismo poseen talentos especiales aislados, a veces denominadas habilidades savant, como esas excepcionales capacidades calendáricas, de cálculo, visoespaciales y mnésicas que tanto hemos trillado en el cine y la televisión.

Lejos de tener un éxito reproductivo limitado porque nos vienen a la mente ciertos rasgos que pueden hacerse presentes en nuestro espectro como la rigidez cognitiva, más ciertas conductas repetitivas y compulsivas, junto con algunas limitaciones en la comprensión de emociones complejas que pueden hacer que las relaciones sociales sean menos fluidas, lo cierto es que, en contextos modernos de cazadores-recolectores, tales rasgos rara vez son de importancia primaria en la elección de pareja. Es más, sabemos que las personas autistas forman familias, por lo que mantienen los genes asociados con el espectro en el acervo genético. En contextos arqueológicos, además, la elaborada especialización en precisión y la práctica extensa observada en la fabricación lítica del último período glaciar proporciona otro ejemplo en el que los rasgos autistas serían ventajosos con los especialistas técnicos, también reconocidos entre los inuit modernos, para quienes la vida en condiciones de frío extremo depende de una tecnología bien diseñada y funcional, donde los valores sociales se basan en la audacia, la perseverancia y la exactitud, expresados tanto en la narración de cuentos como en diseños innovadores, paciencia y atención al detalle en el tallado de la esteatita.

No obstante, la incorporación de estas habilidades en una comunidad desempeñaría, de una manera clara, un papel preponderante en el desarrollo de especialidades técnicas, la construcción de nichos culturales de especialistas y la mejora de la innovación tecnológica. No es difícil intuir cómo tales habilidades pueden contribuir a la supervivencia y cómo se les debe otorgar cierto respeto en un contexto paleolítico, sobretodo en hábitats claramente hostiles como los que tuvimos que lidiar durante la última glaciación del Cuaternario, la de Würm, que duró la friolera (nunca mejor dicho) de 100.000 años hasta el comienzo del Holoceno, hace unos 11.000. Tener a una persona centrada, por ejemplo, en la comprensión de los elementos celestes y sus movimientos, puede ser un valor capital durante una época y unas regiones que exigían desplazarse una y otra vez en busca de biomas que actuaran como refugios temporales, no sólo para estos clanes, sino para las fuentes de comida que perseguían para sobrevivir. Estos ambientes gélidos se convertían, irónicamente, en puntos calientes para aquellos que alcanzaran una comprensión, digamos, distinta del mundo y pudieran aportar ventajas significativas, como la relación entre los orígenes del lenguaje y la música dentro de un continuo de evolución cultural.

[OJO: A PARTIR DE AQUÍ ARGUMENTOS CLARAMENTE ESPECULATIVOS]

Un fuerte argumento a favor de los orígenes evolutivos de la música reside en su universalidad: la música existe en todas las sociedades documentadas de todo el mundo. Las sugerencias incluyen placer ritual (recreativo), ceremonial, chamánico o funcional, como la caza o las razias. Incluso respecto a la razón evolutiva de la música, la mayoría de las teorías existentes se contradicen entre sí y no pueden proporcionar ninguna explicación plausible. Las revisiones sobre la evidencia presentada sobre sus orígenes enfatizan el carácter innato, la especificidad del dominio de la música y la singularidad para los humanos en una identificación inequívoca de la evolución genética como una fuente de los orígenes de la música e invariablemente determinan nuestro impulso predisposicional para hacerla y disfrutarla. De hecho, existe evidencia sugestiva acumulada a favor de una predisposición biológica por la música y, más específicamente, por la cultura en general.

Este hecho nos llevaría a pensar que la música posee atributos comunes en todas las culturas, que la música explota la capacidad humana de adaptarse a los estímulos sociales y que la música es necesaria para el desarrollo mismo de la cultura. En este caso, la evolución cultural se basa en la capacidad de crear y percibir el aspecto sociointencional del significado. Esto debería ser exclusivo de los humanos y se ha determinado (y recreado) en la música, combinando dimensiones biológicamente genéricas, humanamente específicas y culturalmente enactivas. Al parecer, la evolución de la música se basó en mecanismos biológicos y genéticos que ya estaban presentes en otros animales con la diferencia sustancial que nuestra metacognición es sensible a la cultura, o hemos ido haciéndola sensible al contexto cultural. La necesitamos, la formamos, la heredamos y la transmitimos: somos dependientes de ella.

La capacidad para la cultura requiere no solo la transmisión de información sino también ser sensibles ante el contexto de la comunicación. Esta idea podría llevarnos a razonar que la música y el lenguaje constituyen componentes complementarios del conjunto de herramientas de comunicación humana, donde el poder del lenguaje radica en su capacidad para representar proposiciones semánticamente deconstruibles y recursivas. Sin embargo, la música está dirigida a aumentar el sentido de intencionalidad compartida, a la cohesión social. Sirve como una señal honesta y revela las cualidades de un comunicador a un receptor con objetivos no específicos.

Esta propiedad, como la indeterminación del significado o la intencionalidad flotante, permite interacciones individuales mientras mantiene diferentes objetivos y significados que puedan entrar en conflicto si se vuelve más específica. Por lo tanto, la música promueve la alineación del sentido de los distintos objetivos de los participantes en uno en común. Tal argumento podría llevar a uno a pensar que a medida que los humanos llegaran a ser capaces de vivir una vida exitosa en sociedades prehistóricas se promovería la evolución de dicho sistema de comunicación, lo que parece particularmente importante para vivir como cazador-recolector pero mucho más después, en el Holoceno. No debemos olvidar que nunca hemos dejado de evolucionar.

Durante el Paleolítico Superior habrían llegado a utilizar tales cuevas como refugio, primero para evitar el peligro de los animales y el mal tiempo, y luego como espacio vital donde harían señal de nuestra impronta con arte rupestre figurativo y no figurativo. Sin embargo, incluso permanecer allí fue insuficiente para protegerse contra posibles ataques de algunos animales, como leones de las cavernas y osos de las cavernas, a los que la evolución proporcionó elementos contra los que individualmente (o sin un calibre .345 H&H Magnun) no tendríamos opción, como enormes dientes y garras. Sin duda, cuando los individuos se vieran obligados a permanecer juntos en el exterior como grupo durante la caza y la búsqueda de comida, la magnitud del peligro debía aumentar drásticamente. Debieron haber experimentado una gran presión: sin exponerse a los peligros de ser devorado por otros animales, no se puede subsistir. Y esto es realmente importante para comprender en qué consiste una emergencia evolutiva donde actuarían lenguaje, música, neurodiversidad y selección cultural.

En los albores de nuestra especie, la formación del lenguaje pudo conducir a la proliferación de la disonancia cognitiva. De hecho, la hipótesis del origen del lenguaje como medio de transmisión cultural más efectivo es compatible con las raíces del lenguaje como elemento de comunicación práxico, repetitivo y estereotipado que permitía conectar individuos que se encontraban en dificultades, y las sufrían. Si no se hubieran superado, el lenguaje y el conocimiento fáctico se habrían descartado, y nuestra evolución habría seguido otro camino. Es por eso que la aparición de la musicalidad para mitigar dicha disonancia, al igual que el papel que pudieran tener los especialistas técnicos, podría ser fundamental para el lenguaje y la evolución cultural.

En este sentido, el mantenimiento de la subsistencia como cazador-recolector pudo ser posible mediante la ejecución de una actividad musical o, como dirían los antropólogos, haciendo que todo fuese ritual: antes de ir a cazar o recolectar experimentando la exposición visual a animales dibujados de manera realista que podrían encontrarse pronto (recordemos primero arte figurativo, después no figurativo), y simultáneamente escuchando música que podría imitar sonidos de un paisaje formado por diversos animales, incluidas sus vocalizaciones, sirviendo para aumentar la motivación de los cazadores o recolectores al tiempo que reprimiría el miedo evocado por el posible peligro de la actividad en sí. Existen estudios interesantes en arqueoacústica en ese sentido, los cuales trataré en otro momento. En definitiva, este efecto también serviría para fortalecer el vínculo entre los individuos que van a participar en la próxima actividad, al margen de su diversidad conductual. Tal razonamiento podría denominarse hipótesis de la neurodiversidad como elemento de la selección cultural.

En conjunto, es interesante la idea de que la proliferación de la disonancia cognitiva causada por la aparición del lenguaje que prevalecía entre los miembros de los grupos de cazadores-recolectores normativos pudiera ser mitigada por la actuación artística de individuos neurodivergentes que por sí mismos no habían logrado adquirir el lenguaje al mismo ritmo que la mayoría de los miembros del grupo neurotípico, que puede explicar la idea de neurodiversidad y que debe ser reconocida como elemento genuino por necesidad de la selección cultural, aunque no deja de ser especulativo hasta que no tengamos más evidencias de ello. Sin embargo, quizá, estos patrones de variabilidad humana nos hayan dado una ventaja más allá de conocernos, establecernos y crecer gracias a la cultura: probablemente seamos todos diversos y que, como las notas de una canción, seamos indispensables para entendernos.

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